Época: Siglo de Oro
Inicio: Año 1519
Fin: Año 1648

Antecedente:
La cultura del Siglo de Oro

(C) Ricardo García Cárcel



Comentario

Las interpretaciones que la historiografía ha hecho de la cultura del Siglo de Oro han aplicado criterios quizá excesivamente unilaterales. El criterio biológico-religioso estuvo presente en la polémica Américo Castro-Sánchez Albornoz. La tesis de Castro rastreando señas de identidad de los conversos en la literatura española de los siglos XV, XVI y XVII a través de indicadores discutibles (la concepción crítica del sistema de valores nacional católico establecido, el vivir desviviéndose, la busca de la fama, el miedo a la Inquisición, la frecuente invocación a la Santa Trinidad, una concepción casticista...) ha recibido muchas críticas (Sánchez Albornoz, Asensio, Otis Green), pero también ha suscitado entusiastas adhesiones (Gilman, Sicroff, Araya, R. Lida, Rodríguez Puértolas, C. Guillén), que han contribuido, en cualquier caso, al estudio de problemas generales como el concepto del honor, la limpieza de sangre, los orígenes de la épica y de la lírica, aparte, naturalmente, del ahondamiento en el estudio de las obras como la Celestina, el Quijote, la picaresca, Góngora, Fray Luis de León, la mística española..., supuestamente marcadas por la voz de la sangre.
Sin ánimo de entrar en la polémica, son patentes las exageraciones de Castro al despachar la literatura del Siglo de Oro en el marco de una sociedad conflictiva de castas, en las que subyacería en toda la literatura el ajuste de cuentas entre cristianos viejos (el Romancero, la novela de caballería, la comedia lopesca y Quevedo pertenecerían a este bando) contra cristianos nuevos. Sin devaluar la realidad de un conflicto racial-religioso motivado por la Inquisición, la dramatización castrista parece excesiva, como no es naturalmente de recibo el empeño de Sánchez Albornoz de descalificar a musulmanes y judíos en su protagonismo español, reduciéndolos a barnizadores de la cultura cristiana y trascendentalizando la supervivencia de la pureza cristiana frente a la mixtificación.

En cualquier caso, Américo Castro y Sánchez Albornoz adolecen de una misma limitación: su obsesiva preocupación por delimitar las esencias del concepto de España, por asumir el problema de España, un problema que ellos intentan resolver apelando a la explicación histórica. La impaciencia por encontrar pruebas para demostrar la precocidad de la nación española por parte de don Claudio o el empeño bioquímico de diseccionar los componentes del presunto modelo nacional español por parte de Castro resultan, desde la perspectiva actual, un tanto estériles. La realidad nacional es, desde luego, mucho más compleja de lo que Castro y Sánchez Albornoz consideraban. En el concepto de nación inciden múltiples variables: el territorio con sus correspondientes fronteras, la lengua, la comunidad de carácter (el Volksgeist alemán), la misión o proyecto, la conciencia o la voluntad de ser, la presencia de un Estado... Si asentar la nacionalidad básicamente sobre un carácter (estilo de vida o contextura vital) como hace Sánchez Albornoz es, a todas luces, indefendible, tampoco depositar la fe exclusiva en la supuesta conciencia como elemento definidor, como hace Castro, es hoy creíble.

Pero quizá la interpretación que más fortuna ha tenido ha sido la sociológico-política. Apoyándose en las biografías de algunos de los más ilustres intelectuales, se ha dado una imagen de la cultura del Siglo de Oro demasiado mediatizada por los poderes públicos. Aquí ha pesado un cierto síndrome gramsciano dando, a mi juicio, excesiva trascendencia a los grandes poderes de la Iglesia y el Estado que convertía, de hecho, a la mayoría de los intelectuales del Siglo de Oro en intelectuales orgánicos al servicio de uno u otro poder o de ambos conjuntamente. La cultura popular quedaba siempre asfixiada por el discurso de las elites y desde arriba era desnaturalizada, secuestrada, acomodada al gusto oficial. Pienso que se ha despreciado demasiado el papel del mercado consumidor como elemento configurador de la cultura producida. Sin defender la autonomía del intelectual del Siglo de Oro, creo que conviene suavizar las tintas de la dependencia orgánica tantas veces atribuida.

La interpretación de José Antonio Maravall respecto a la supuesta domesticación política de la cultura barroca convirtiendo a los escritores del Siglo de Oro en servidores del sistema, turiferarios de los Grandes, propagandistas del orden señorial, auxiliares de la Inquisición, etcétera, ha sido seguida por múltiples historiadores, de Salomón a Diez Borque. Hoy esta interpretación de la cultura barroca está siendo rebatida por historiadores como Jean Vilar y Bartolomé Bennassar, que han destacado significativos contrasentidos a la imagen comúnmente establecida.

La literatura española del siglo XVII ha gozado en su época, tanto en el interior como en el exterior de España, de una magnífica fama de escandalosa. Obras como Fuenteovejuna de Lope, o El Alcalde de Zalamea de Calderón, con todas las matizaciones que se quiera, pertenecen al teatro de protesta. La obra de Guillén de Castro Allí van leyes do quieren reyes es una sátira severa del poder regio y sobre todo de la arbitrariedad, significativamente escrita dos años después de la publicación de la obra de Juan de Mariana De rege et regis institutione, la obra en la que se defiende el regicidio.

Góngora es, asimismo, poeta rebelde al menos en igual medida que poeta de corte. La mirada de Mateo Alemán sobre la sociedad de su tiempo tampoco revela ninguna complacencia. ¿Qué decir de los sombríos análisis de Quevedo y Gracián? El segundo contrasentido, a juicio de Bennassar, es que la vida de los intelectuales se desenvolvió muchas veces al margen del poder, dinero y honores. Sobre todo, a mediados del siglo XVII, los intelectuales se hacen fuertemente sospechosos a quienes ejercen el poder, porque dirigen contra ellos sus dardos hirientes.